¿Ir o volver?
Viajé de noche, como tantas otras veces.
Crucé el túnel, ese “puente subterráneo”que une dos mundos tan distintos,
pero a diferencia de otras veces,
sentí que volvía y no que iba.
Entre la lluvia y la neblina, en paciente fila india
junto a trailers, carros y camiones,
bajé y crucé esa gran selva siempre sorprendente.
Por fin llegué a la llanura y el calor comenzó a inundarlo todo.
Después, las grandes torres de contenedores apilados
me avisaron que se acercaban los muelles,
esos monstruos noctámbulos y luminosos,
que no dejan de trabajar.
Pero seguí mi ruta.
Tomé el atajo de siempre, y luego de una curva
apareció frente a mí el infinito mar Caribe.
Y sonreí, y respiré profundo,
y sentí que llegaba, que retornaba.
Y continué mi viaje mirando de reojo las espumosas olas blancas
iluminadas por una luna casi llena,
y luego de uno de los tantos puentes
reapareció la selva con todos los sonidos de la noche,
y entre las copas de los árboles
se asomaban las estrellas.
Luego de otro puente
comenzó un olor profundo,
un olor dulce y frutal que me anunció que estaba cerca.
Y por fin llegué,
y cuando me extendí sobre una hamaca
desde donde la luna me miraba,
me sentí cerca, me sentí yo mismo,
me sentí más de aquí y menos de allá,
y lo mejor de todo: me sentí en casa.
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