Fervor patrio
“Mejor sentémonos en el parque para ver pasar el desfile de faroles” recomendó mi amigo y así lo hicimos.
En el
“centro” no pasaba nada, todo seguía exactamente igual. El Cocos con su música
bailable y los demás restaurantes con la suya. Los turistas, rojizos por el sol
del día que recién acababa, tomaban sus bebidas de siempre. El piedrero de la
esquina igual bailaba al ritmo de alguna de las tantas músicas y los vendedores
de droga estaban apostados en sus
esquinas; en fin, la rutina de siempre.
Pasaban los
minutos pero nada de faroles. “No escucho los tambores” sentenció mi amigo.
“Eso es mañana” le dije yo, pero él insistió que en Cahuita es diferente, que
los tambores encabezan el desfile siempre.
De pronto,
una turba sin forma de nada que venía desde la escuela se apelotó frente a
nosotros. Eran señoras, chiquitos y algunos señores que acompañaban a sus hijos
con sus farolitos de todas las formas y colores. También iban en la turba los
jóvenes del colegio con sus faroles en la mano, pero colgando como bolsas del
supermercado sin mayor intención de ser exhibidos. “Es que en el cole los
obligan a hacer el farol y venir al desfile, sino pierden los puntos” me
explicó una vecina del lugar.
Se
destacaba entre la muchedumbre predominantemente negra y aindiada, algunos
niños rubiecitos con sus padres que tenían cara de extravío y no terminaban de
comprender tremendo desorden sin pies ni cabeza.
Como
viejillo que se sienta en el poyo del parque a criticarlo todo, mi amigo no
paraba de reclamar: “¿Pero qué pasó con los tambores?, ¿dónde están las
maestras de la escuela para que pongan orden?, ¿pero cómo que ni una bandera ni
nada?. Es que antes venían los tambores de primero y la gente desfilaba, pero
esto es un desorden!!”
La
muchedumbre se aglutinó frente al Cocos y el piedrero bailarín quedó encerrado
y desconcertado porque le tapaban la visibilidad de su público en las mesas de
los bares. Los vendedores de drogas quedaron encerrados entre el gentío que a
su vez se ahumaba con el olor a carne asada del chinamo de la esquina.
La multitud
se apelotó por el parque y frente a las sodas y dejó de caminar a falta de
calle y rumbo.
Un muchacho
del colegio le prendió fuego a su farol y muchos otros le siguieron el ejemplo
al punto que se alzó un llamarón gigante y tuvieron que mover los carros
cercanos para evitar una desgracia.
Una señora
borracha caminaba entre la multitud y se abrazaba efusivamente con algunos
jóvenes que al parecer la conocían. “Ella es la mamá del mae que se ahorcó” me
explicó mi amigo. La señora se detuvo frente al Cocos, se movía al ritmo de la
música y terminó entrando al bar.
De pronto,
un aguacero de Padre y Señor Nuestro se dejó caer sin aviso ni contemplación
alguna. La muchedumbre se re apelotó bajo los techos y los aleros cercanos y la
fogata de faroles se extinguió. Todos corrían para todo lado y poco a poco se
fueron desapareciendo.
Así fue,
como en cuestión de 20 minutos, se celebró el anuncio de la noticia de la
independencia de Costa Rica, en este pueblo fundado por nómadas misquitos y migrantes jamaiquinos que vinieron desde el
mar; en este pueblo que hasta hoy no tiene claro si pertenece o no a este país
y si gana algo con eso.
El aguacero
se acabó, el piedrero bailarín retomó su ritmo en la esquina, los vendedores de
droga se reinstalaron en las suyas, la señora de los pinchos reavivó el fuego
de su chinamo, la música de los bares continuó alegrando a los rojizos turistas
que siguieron consumiendo sus bebidas.
“En Cahuita
todo transcurre en orden y con normalidad” reza una vez más el reporte del
comando policial.
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