jueves, 24 de diciembre de 2015

La verdadera colacha

Navidad navidad, ni me fu ni me fa. Siento especial repulsión por la vorágine de compras y de consumo en que se convirtió esta celebración y por años eché todo en un mismo saco y al estilo del mejor “Grinch” odié la navidad.

Con los años (que ya vienen siendo muchos), decidí rescatar lo que sí me gusta y comencé a disfrutarlo: los tamales, el portal, el pretexto para estar juntos y cenar esperando que sea la media noche, el rompope, el friíto de San José, los lindos recuerdos, el ratico para la buena conversa, el descanso y uno que otro paseíllo.

Esta navidad es diferente, es la primera en que no está mi madre con nosotros y la avalancha de recuerdos y sensaciones es inevitable. Recuerdo mis nochebuenas de niño cuando aún creía en Colacho y esperaba con ansias los regalos.

Después y no muy grande entendí que la Colacha verdadera siempre fue mi madre que estiraba la plata y hacía malabares para que todos tuviéramos “alguito”. Mi papá también fue el otro Colacho que aportaba la plata pero él no se complicaba en compras y “estiras y encoges” para que alcanzara de la mejor forma.

Recuerdo en especial dos navidades. En una pedí “que el niño me trajera” un bus (de juguete por supuesto), pero como buen hermano menor se me ocurrió que el tal bus tenía que tener un sin número de características que lo hicieran auténtico, como uno de verdad pero en pequeña escala. Añitos después se me metió pedir un avión, pero tenía que ser lo más parecido a los de verdad.

En ambas navidades mi madre caminó junto conmigo cuadras de cuadras de cuadras de San José buscando los mentados juguetes para su niño caprichoso y demandante. Que este no porque parece muy de juguete, este tampoco porque no me gusta el color, este no porque es muy grande, este es muy pequeño y así íbamos de tienda en tienda, subiendo y bajando gradas, cuadra tras cuadra.

Hoy, cuando después de una hora de estar en un súper o en una tienda lo único que deseo es salir corriendo porque no aguanto más el “dolor de patas” por estar tanto de pie, me recuerdo de mi madre y su inagotable paciencia. ¿Cómo me fue a tener tanta paciencia? Simplemente no me lo explico.

El bus fue el mejor, el más maravilloso. Hice miles de “viajes” imaginarios jalando pasajeros de un lado para otro, incluso fuera del país. ¿Y el avión? ¡ufff!!!, no tienen idea cuántos despegues y aterrizajes sorprendentes logré con él. Era anaranjado y de la compañía CP Air. Hace como tres años, luego de una larga discusión con mi ego los regalé. Estaban empacados en cajas ya por muchos años. Se veían como nuevos pero consideré que así como me hicieron muy feliz a mí, podrían alegrar la imaginación de otros niños que los estuvieran necesitando.

Se los di a una señora que tenía dos niños varones. Intenté explicarle lo valioso que eran para mí, le dije que en esas dos cajas le estaba dando como la mitad de mi niñez y le dije que me sentiría muy contento si otros niños disfrutaban de esos juguetes tanto como yo lo había hecho.

Y así, fueron a dar a un pueblo que se llama Bananito Sur en Limón. Hoy recuerdo estos juguetes con mucho cariño y por fin comprendo que lo más valioso no eran sus características materiales o lo sofisticado de sus sistemas de baterías. Lo más valioso es re descubrir que estos regalos fueron posible gracias a la paciencia y el amor de la verdadera Colacha que se esforzaba y esmeraba por conseguirlos.