miércoles, 21 de julio de 2010

Alma de madera


Lo recuerdo callado, silencioso, introvertido pero a la vez observador y con una memoria cronológica impresionante. Con mirada profunda y ceño fruncido, con manos toscas y de lento caminar, a pesar de ser pequeño imponía respeto y seriedad.

Tenía también un humor fino y discreto con el que lograba hacer reír a carcajada limpia al más serio de los serios, mientras dejaba escapar si acaso una tímida sonrisa.

Mi papá era un misterio, un baúl cerrado del que se sospecha contiene un gran tesoro, pero que muy pocos o quizá nadie logró nunca descubrir. No le recuerdo ningún exceso y fue de muy pocos desvelos o pasiones, excepto una: Amaba la madera.

Sin ninguna prisa caminaba por los pasillos del aserradero buscando la tuca ideal, o por las estanterías del depósito buscando los tablones perfectos. Los palpaba, los olía, los miraba, los golpeaba con los nudillos de la mano para escuchar su resonancia y luego de horas de compararlos, los escogía, los cargaba en el cajón del carro y los llevaba hasta el taller, donde los colocaba uno a uno de la forma correcta para que se terminaran de secar.

Y como quien cuida de una huerta, volteaba y movía la madera que descansaba en el patio de la casa. Alguna estaba acostada y otra parada, y cuando por fin estaba lista, iniciaba el milagro de la transformación. Las tucas y tablones se convertían muy lentamente en puertas, estantes, mesas, sillas, bibliotecas, camas, cómodas, cunas, veladoras, sillones… todos contra pedido de una interminable fila de clientes pacientísimos que esperaban meses y hasta años para recibir su preciado mueble.

Y así fue como mi papá aserró, cortó, caló, cepilló, canteó, clavó, atornilló, ensambló, lijó, selló, barnizó, pulió, abrillantó y afinó madera durante toda su vida, y cada mueble fue único, cada uno con su propia perfección y detalle, cada uno esculpido muy lentamente a fuerza de paciencia, rigor y minuciosidad.

Cuando camino por los pasillos llenos de tablones de madera, no puedo soportar la tentación de tocarla, palparla, olerla, sentir su jásped y sus nudos, y cuando escucho una sierra que corta un tablón y se disipa ese olor amargo y delicioso, me vuelve a doler su temprana e inexplicable partida, pero me consuelo pensando que si el cielo es como cada quien lo sueña, mi papá está muy feliz en un cielo de madera.