lunes, 5 de noviembre de 2012

La Ruta ¿de los Conquistadores?


Recién finalizó la edición número 20 de la Ruta de los Conquistadores, que según se dice, es uno de los más destacados eventos de ciclismo de montaña del mundo. El desafío consiste en superar durante tres días una travesía de 259 kilómetros desde el Pacífico hasta el Caribe, pasando por llanuras, montañas, selvas, ríos, trillos, pueblos, laderas de volcanes, barrancos, barriales y puentes de ferrocarril a medio caer.

Todo un desafío a la fortaleza física, habilidad técnica y control emocional de sus competidores y competidoras, provenientes de múltiples lugares que suman ya 37 países además del anfitrión.

Según indica el sitio web del evento “La Ruta de los Conquistadores más que una carrera, es un reto personal, un desafío individual y de autosuficiencia. Individuo y bicicleta solos contra el territorio. No hay equipos. La Ruta está pensada para hacerse de forma individual en unión con la naturaleza y la geografía.  El espíritu conquistador y de aventura de La Ruta supone que cada quien debe valerse por sí mismo, en su lucha personal por conquistar Costa Rica. De esto se trata el reto, ahí está el mérito, no sólo en ganar o en terminar.”

Si bien no soy aficionado ni admirador de los deportes competitivos, le guardo respeto a este evento y a cualquiera que participe en él, indistintamente de si logra los primeros lugares o no. Sin embargo desde que sé de su existencia, siempre me ha llamado la atención el nombre. ¿Por qué esta ruta deportiva de tan alto prestigio internacional se llama “de los Conquistadores”? ¿Por qué su logo es el perfil tradicional de un “conquistador” español del siglo XVI, al mejor estilo de Hernán Cortéz en México o Francisco Pizarro en Perú?

¿Será que la ruta recuerda el gran desafío que enfrentaron los conquistadores cuando llegaron a nuestras tierras tropicales? Con grandes cargamentos y forrados con incomodísimas armaduras metálicas, estos señores incursionaron siglos atrás en nuestros territorios, pero a diferencia de los ciclistas que se proponen vencer los desafíos naturales que impone la selva, su intención era avasallar, someter, dominar y controlar el territorio (y por ende los pueblos que en él había), para luego extraer todas sus riquezas y esclavizar su gente, que mediante trabajo forzoso y gratuito, engrosaban el poderío y acumulación de riquezas de la corona.

Sí señores y señoras, eso era y es un conquistador en nuestra historia y en la de cualquier pueblo de este continente. Son miles los relatos de saqueos, matanzas, violaciones, exterminios, maltratos y espeluznantes actos de crueldad humana los que ejecutaban los mentados conquistadores. Si esto es así, ¿por qué les rendimos tanta pleitesía y asociamos esta palabra con prestigio y estatus?

Para muestra muchos botones: Nuestra moneda se llama colón (en honor al primer conquistador –se le dice descubridor- que llegó por estos lares), la mejorcita calle de San José (por ancha y medio elegante) se llama “Paseo Colón”; la moneda de los panameños se llama Balboa, en honor a Vasco Núñez de Balboa, el conquistador que en Panamá descubrió el océano Pacífico; la moneda en Nicaragua se llama Córdoba en honor a su conquistador Francisco Hernández, que al parecer no tenía por segundo apellido el “de Córdoba” que en la actualidad usa la moneda.

“Gloria Eterna a Colón soberano, de los mares estrella polar…” canté de niño en la escuela todos los 12 de octubre para celebrar el mal llamado “descubrimiento de América”. Me dijeron hace poco que el himnito este ya fue erradicado, pues ahora se celebra el Día de Las Culturas.

Voy con otro botón: El hotel Conquistador en San Carlos, al norte del país, un edificio respetable con leves aires de elegancia en el que se hospedan tanto nacionales como turistas extranjeros que van de paso hacia los destinos de esta hermosa zona. El rótulo del hotel muestra el nombre y un elegante casco metálico.

Tenemos tan incorporada la relación de la palabra “conquistador” con “poder”, “estatus” y “prestigio”, que no somos concientes de la aberración que cometemos al utilizarla. Dicen que el lenguaje construye y que nombrando y diciendo también hacemos y construimos otros mundos. Es por esto que propongo que cada vez que veamos la palabra conquistador usada como símbolo de elegancia y prestigio, en honor a los miles de indígenas exterminados, hermanos y hermanas, abuelos y abuelas nuestros, digamos las cosas por su nombre.

Imagínense qué interesante sería decir: “Hoy culmina con gran emoción la última etapa de la La Ruta de los Asesinos…”, o “Buenas tardes señora, bienvenida al Hotel El Violador, ¿en qué le podemos servir?”, o “gracias por venir al Restaurante El Saqueador, ¿desean ordenar?”. ¿Le suena raro?, pues así de absurdo es cuando nosotros, habitantes de este continente, usamos la palabra conquistador.

Pero sigamos imaginando. ¿Qué tal si organizamos la “Ruta de la Resistencia”?. La presentación sería algo como así: “La Ruta de La Resistencia más que una carrera, es un reto grupal, un desafío colectivo y de colaboración. Equipos y bicicletas juntos por el territorio. No hay individuos. La Ruta está pensada para hacerse de forma grupal en unión con la naturaleza y la geografía.  El espíritu de resistencia y organización de La Ruta supone que cada quien colabora con los demás, en su lucha colectiva por defender Costa Rica. De esto se trata el reto, ahí está el mérito, no sólo en ganar o en terminar.” ¿Qué le parece?

Y qué tal si la moneda de Costa Rica fuera el Presbere, en honor a Pablo Presbere, indígena bribri que a inicios del siglo XVIII organizó un movimiento de resistencia y una sublevación de los indígenas de Talamanca contra los españoles invasores, motivo por el cual fue capturado y ejecutado en Cartago el 4 de julio de 1710. Qué interesante sería decir: “Mae qué linda camisa, ¿cuánto le costó?, mae baratísima, ¡cuatro mil presberes!”, o ver en la tele un anuncio que diga “No se pierda la Mac no se cuál por solo 1500 presberes”, o escuchar los gritos de la señora de voz chillona que dice “Llévela llévela la lotería por solo 500 presberes el pedacito, llévela llévela".

¿Le suena raro?, pues para que vean que no estoy tan loco, en Honduras, el país donde los empresarios derrocan los presidentes electos de forma legítima cuando ya no les gusta, la moneda se llama lempira en honor al cacique Lempira, indígena del pueblo Lenca, un líder que luchó contra los españoles en 1537. Se dice que Lempira logró reunir a 30 000 hombres de 200 pueblos indígenas bajo su mando.

¿No lo sabía?, vieras que yo tampoco y casi todos los millones de latinoamericanos desconocemos este otro lado de la historia. ¿Por qué será?, por muchas razones, pero me gusta como lo resume una frase que dicen que dijo un líder africano, la cual reza así:

“Mientras los leones no tengan sus historiadores,
las historias de cacería seguirán glorificando al cazador”.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Mi ofrenda


Hoy se recuerda a los muertos en este lado del mundo. La oficialidad católica romana establece el día de los “fieles difuntos” y además la tradición milenaria de pueblos indígenas se unen a la fecha con sus ritos de flores, calaveras, velas y ofrendas de alimentos en las tumbas. Una vez más, en América Latina se cumple con la “fecha oficial” pero celebramos a nuestra forma  y antojo, según nuestras herencias y tradiciones.

Mi formación de origen protestante dicta con severidad que los muertos murieron y muertos están, son como desaparecidos, pero a diferencia de éstos, no se les espera, no se les busca, no se les habla, no se les hace altares con sus fotos, velas y flores.

¡No!, “el Señor se los llevó” y descansan en paz, no tienen ninguna relación ni influencia con este nuestro mundo de “los vivos”, ni nosotros tenemos ninguna posibilidad de influenciar en su destino, contrario a lo que la tradición popular católica cree cuando hace misas a los muertos y considera que “hay que echarles una manita” para que salgan del purgatorio (una especie de sala de espera que se me parece más a una larga fila de cualquier trámite en una institución pública).

Para quienes crecimos en medio de estos dos mundos la cosa se vuelve un tanto compleja. Por un lado se le dedica un “día oficial” a los muertos, se les hace misas y se mueven influencias para “ayudarles en sus trámites”;  y por otro se asume casi como que los muertos no existen y por lo tanto no merecen ser recordados ni ritualizados.

Crecer con este concepto intangible de los muertos y la muerte en un contexto donde la mayoría la ritualiza y la traduce en objetos y actos tangibles es tarea complicada. Mi sobrina mayor a muy corta edad no lo pudo haber dicho mejor cuando se cuestionó el destino y ubicación exacta de su hermanita y su abuelo fallecidos. La inocente e implacable niña lanzó como flecha su profundísima pregunta: “Pero cómo es que Carolina y To viven ahí en la casita del cementerio y también están con el Señor en el cielo, pero el Señor vive en mi corazón, entonces ¿dónde viven ellos?...”

Ni quiero imaginarme la respuesta y explicación de sus padres, pero la pregunta está llena de mucha profundidad y misterio como solo los niños suelen lograrlo. ¿Cómo explicar dónde viven los muertos cuando creemos que los muertos “no viven” sino más bien “mueren”?. Así como hay vivos que mueren ¿habrá muertos que viven? . . .

Como buen latinoamericano, hoy 2 de noviembre resuelvo el asunto echando mano del sincretismo, es decir, como nuestras comidas, mezclando ingredientes de todo lado hasta lograr el tono y sabor que más me sirve y me gusta. Mezclaré entonces la profunda pregunta de mi sobrina con un mensaje de un rótulo grande a la entrada de un cementerio que dice: “Sólo morimos cuando nos olvidan”.

¿Dónde viven los muertos?, en el recuerdo y por lo tanto en mi corazón, al menos aquellos a quienes quise o me quisieron en vida. Así que hoy, como muchos otros días a lo largo del año, armo con cariño una ofrenda de recuerdos coloridos y bellos de mi abuela Toña y de mi papá Edwin, los difuntos que más se mantienen “vivos” a punta de lindos recuerdos.

Recuerdo a mi abuela Toña cuando cocino un picadillo e intento picar los ingredientes sobre mi mano y no en una tabla, cuando no doy tiempo a que las visitas se acomoden y ya les estoy atiborrando de ofrecimientos de comidas y bebidas, cuando no soporto ver a nadie de pie y empiezo a jalar sillas de todo lado hasta que todos estén cómodamente sentados, cuando me veo sacando plata y juntando cincos míos y de otros para ayudar en alguna causa sin cuestionarse nada porque la consigna siempre es dar, compartir, acompañar; cuando persigo en las noches los zancudos por la casa con una espiral encendida, convencidísimo de que los estoy espantando y arriando como ganado para que se salgan por la puerta entreabierta buscando la luz del bombillo.

Recuerdo a mi padre todos los días cuando veo el jásped de los tablones de madera de las paredes de mi casa, cuando agarro el martillo del extremo para que tenga mayor fuerza el martillazo, cuando corrijo al que hace arreglos de la casa y le digo cómo apalancar el martillo para sacar un clavo sin dañar la madera, cuando me peino frente al espejo y descubro  con pavor las mismas canas que él tenía y veo frente a mí una cara inevitablemente parecida a la suya.

Lo recuerdo cuando intento sacar una melodía en la guitarra, cuando me exaspero por el ruido y exijo silencio y le pido a todos que hablen como la gente, cuando me río solo por las ingeniosísimas sátiras y burlas que se me ocurren, cuando no me la aguanto y las termino diciendo y la gente no para de reír, cuando me veo explicando a otro que “lo que uno siembra eso recoge” y demás preceptos que nos explican muchas cosas de la vida, cuando duermo por las tardes por puro placer y no por sueño, cuando me despiertan mis propios ronquidos, cuando saboreo una naranja y el escándalo es bochornoso y cuando me como una tajada de piña partiendo pedacitos con la mano en lugar de morderla directamente.

Hoy y cuántos días me queden sobre este mundo, honro su memoria reconociendo las huellas que dejaron en mi vida, honro su memoria tomando de cada uno lo que más me gusta y aprecio y replicándolo en mi vida con los ajustes que correspondan. Honro su memoria recordando sus vidas y manteniendo vivos, como llamitas de candelas, sus recuerdos, enseñanzas y lecciones que en muchos casos me ayudan a decidir y tomar rumbo.

Esta es mi ofrenda colorida de recuerdos, que no la pongo sobre sus tumbas o en un altar, sino más bien sobre mi vida.