lunes, 18 de agosto de 2008

Pasajeros de la vida



Quedé en el primer asiento y como siempre me puse en la ventana. Por fin se había montado todo el mundo y habían cerrado la puerta. El bus se movió un poco dentro de la estación y abrieron la puerta otra vez.

En eso se subió un muchacho joven, agitado y sudando, como si viniera de correr una larga distancia, y le dijeron que se sentara en el asiento de al lado. Yo lo ignoré y me propuse dormir. Al rato me despertó el celular, pero como la señal no era buena, mi amiga al otro lado de la línea me preguntó que dónde estaba, y ya le expliqué que iba en el bus de Tilarán para la Vuelta al Lago Arenal, y que la bici iba en el maletero y que acamparía en el patio de un hotel por esa noche para salir a la vuelta al día siguiente. Le advertí que en cualquier momento se cortaría la señal y así sucedió.


Entonces el joven de al lado se puso a hablar conmigo y me contó que él también iba para la Vuelta al Lago. A diferencia mía, nunca había ido a la vuelta, no había coordinado el viaje con nadie, no conocía Tilarán, no sabía donde quedarse esa noche y no sabía mayores detalles del evento. Solo sabía que había una vuelta en bici alrededor del lago y estaba ahí sentado en el bus, con la bici en el maletero y una tienda de campaña en el portamaletas arriba de los asientos. Ese día había ido al brete en bici y se había pegado tremendo carrerón para no perder el último bus, que por pocos segundos casi lo deja.


Le conté entonces del hotel en Tilarán centro que alquila muy barato por poner la tienda en el patio, de la inscripción y demás detalles del evento. Le conté que yo iba con un amigo pero que él ya estaba en Tilarán y le dije que si quería podía quedarse con nosotros. Como el viaje es largo, dio para conversar de todo un poco. El compa estudiaba en la U y también trabajaba, y como si yo fuera un abuelo me dio por la aconsejadera de decirle que por nada del mundo soltara la U, que era lo prioritario y que nunca se arrepentiría.


Resultó que la familia de su papá era de la zona de Los Santos, al igual que la familia de mi papá. A diferencia mía, él visita con mucha frecuencia a sus familiares en Santa María. Él era aficionado cletero y le gustaba darse algunas vueltas, y cuando supo de La Vuelta al Lago se propuso hacer lo posible para ir. Y así fuimos tejiendo historias a lo largo del camino, y cuando llegamos a Tilarán yo ya lo presenté a los demás como si fuera un viejo conocido.


Lo que más me impresionó de este carajillo fue lo aventado que fue, de proponerse algo y lanzarse a hacerlo solo y así sin saber mucho del asunto; y desde entonces se ganó mi aprecio y mis respetos.


El compa se quedó acampando en el patio del hotel y en los dos días siguientes hizo la vuelta con nosotros como si nos conociéramos desde hace tiempo. Y así fue como ganamos un compa cletero y un amigo, porque resultó que no vivimos tan lejos y en adelante seguimos armando rides los fines de semana y los días libres. Una vez cleteamos hasta Santa María de Dota y nos quedamos en casa de sus abuelos y la pasamos super bien.


Más de uno se queda extrañado cuando yo cuento que a Jorge lo conocí en un bus camino a Tilarán. Pero no hay de qué extrañarse, si a fin de cuentas la vida es como un viaje en bus donde se sube y se baja mucha gente, y uno nunca sabe lo valioso que podrá ser el “pasajero” que lleva al lado. En este caso, el “pasajero” no fue tan pasajero por dicha, y ahora es un amigo cletero.


¡Me pongo como loca!



Después de un agotador viaje nocturno de diez horas en bus, por un camino lleno de baches que nos hizo brincar como si estuviéramos en un aparatejo torturador, de esos de los parques de diversiones o de las fiestas de Zapote, el bus fue llegando a El Rama, lo que en el mapa yo veía como un puntito donde se acababa la calle (si es que eso se puede llamar calle), y continuaba la ruta por el Río Escondido que nos llevaría hasta Bluefields en el Atlántico Sur de Nicaragua.


Nuestro destino sería Corn Island, pero habíamos previsto parar un día en El Rama, sobre todo considerando que a las 7 am de ese día cumplíamos ya 24 horas continuas de estar viajando en buses desde San José.


Ahí nos esperaba una señora que no recuerdo quién ni cómo la había contactado. Súper hospitalaria y con toda la voluntad de atendernos como reyes. Nos recibió con gritos y abrazos como si nos conociéramos desde hace muchos años, y nos llevó a su humilde casa. No sabíamos a cuál de sus ofrecimientos decirle que sí: Acostarnos, bañarnos o desayunar. Yo recuerdo que sin responder caí en un camastro y me apagué. Cuando desperté (según yo unos minutos después), ya era medio día y nos tenían el almuerzo listo.


Hablaba como una lora la señora y nos contaba historias del pueblo y de su familia. En eso agarró una foto y se puso a hablar de su marido. Con los ojos más brillosos y una sonrisota de ilusión nos contaba que era marinero y que trabajaba en un barco durante todo el año. El barco se dedicaba a transportar carros usados de Miami hacia Haití, por lo que su marido solo tenía 15 días al año para visitarla.


“Cuando se acerca el día que viene yo me pongo como loca” nos decía. “Una vez lo fui a topar. Agarré una lancha en El Rama y llegué hasta Bluefields y ahí busqué un amigo pescador para que me llevara al mar a toparme con el barco. Me llevó y cuando vi el barco yo gritaba como loca y me tiraron una escalera y yo me subí al barco y agarré a besos a mi marido, y los compañeros aplaudían y le hacían bulla”.


“¿Y alguna otra esposa ha hecho eso de ir a topar el barco donde viene el marido?”, le pregunté yo. “¡No!, sólo yo” me dijo con orgullo. “Cuando viene, me dedico esos 15 días solo para él y no hago nada más.”


Y con los años yo me he puesto a pensar, que talvez cualquier otra mujer hubiera contado esta historia muy triste y deprimida por los 350 días al año en que su marido está lejos; pero ella en cambio contaba con mucha alegría e intensidad lo feliz que era esos 15 días en que lo tenía a su lado. La felicidad no cae del cielo, por el contrario, uno la construye con lo que tiene a mano.