lunes, 18 de septiembre de 2006

Rahab la ramera



Junto con El Arca de Noé, la historia de Jonás (aquel que se lo tragó un gran pez por tres días y aún así salió vivo), y la partición del Mar Rojo en dos para que el pueblo pasara en seco; la historia de Rahab la ramera me parecía fenomenal. Bien contadas, las historias bíblicas superan con creces cualquier película de ciencia ficción de esas que abarrotan cines actualmente.

Yo tendría tal vez siete u ocho años cuando en la escuela dominical de la iglesia a la que mis papás me llevaban, escuché por primera vez la historia de esa mujer que vivía encima de los muros de Jericó, por demás está decir que era una ciudad amurallada.

¡¡¡¡¡¡¿¿Vivir encima de un muro??!!!!!!!!!, eso me parecía tan emocionante!! …. Me imaginaba esos muros gruesísimos al punto que alguna gente vivía sobre ellos. Como si lo hubiera visto ayer tengo grabado en la memoria el momento en que la maestra contaba que Rahab lanzó una cuerda color rojo desde la ventana de su casa, y en el dibujo del muro que estaba pegado sobre la pared, desde la ventanita que se suponía que era de la casa de ella, la maestra tiraba de un hilito rojo.

De esta historia todo me encajaba bien excepto eso de la ramera. Me imaginaba que Rahab trabajaba en algo relacionado con las ramas de los árboles, o haciendo enramadas o recolectando hojas, y ahí se me cruzaba un poco con Zaqueo que se había subido a un árbol para poder ver a Jesús, o Jonás que hizo una enramada para protegerse del sol, pero de Jonás y Zaqueo nunca se dijo que fueran rameros.

Entonces no pude más y levanté la mano e hice la pregunta: “¡Niña!!!!!, ¿qué es una ramera?” (niña se le dice a las maestras en Costa Rica, sean de la escuela o la iglesia). “Ehhh, ahhhh, esteee, una ramera, ehh, una ramera es como una mujer mala, esteee, como decir, ehhh, una mujer que hace daño a otros”, me contestó titubeando la maestra.

La historia continuó y resultó que la mujer mala no era tan mala, porque escondió a los espías en su casa y les ayudó a cumplir su misión. Cuando llegó la hora emocionante de la historia (cuando estruendosamente caen los muros de Jericó), la niña nos decía que Dios se encargó de salvar la vida de Rahab, y que por el bien que hizo la había perdonado.

Entonces volví a levantar la mano e insistí: “¿Pero qué era lo malo que hacía ella?”. La maestra insistió en que Rahab era mala antes, pero como hizo bien a los espías ya después era buena.

Pasaron muchos años para poder entender cuál era el verdadero oficio de Rahab. Sin embargo, esta historia me dejó dos grandes lecciones que con el tiempo he comprendido:

- Que las iglesias no son el mejor lugar para entender asuntos de rameras y cualquier otra cosa que tenga que ver con sexo (mis dudas en este campo las tuve que resolver yo por otras vías).

- Que el Dios de la Biblia (que de paso no se parece en nada al que enseñan en las iglesias), se manifiesta y revela de la forma más paradójica y contradictoria, en las personas rechazadas y discriminadas por la sociedad, en los márgenes y las orillas de nuestro mundo.

Ah bueno, y una tercera:

- Que en el mundo actual hay cientos de Rahabs cuyos oficios son impronunciables para el resto de la sociedad, pero que Dios las toma en cuenta en sus planes y les da un lugar importante en la historia, aunque tal vez los demás no se den cuenta o no lo quieran aceptar.

Pensándolo bien, yo creo que Rahab es mi personaje preferido de la Biblia.

domingo, 17 de septiembre de 2006

El chingaste



En memoria de don Coné.

Me parece verlo sentado en una mecedora de mimbre con alto respaldar explicándome por qué una amiga de su hija le decía don Coné. Se llamaba Eugenio y era el papá de una pequeña pero gran amiga de siempre en Nicaragua.

“Dicen que una vez le pusieron a un niño por nombre Eugenio, y cuando lo llegaron a bautizar le dieron los datos al padre. Al momento de la ceremonia el padre dijo que lo bautizaba como Ugenio, ante lo cual los padres reaccionaron de inmediato y le dijeron: ¡¡¡Con E, con E!!!!!!!!!, Ah perdón, dijo el padre, lo bautizo como Coné, y así quedó el niño llamándose Coné”, me contaba don Eugenio en una de esas noches calurosísimas de Managua.

Lo cierto es que don Coné vino a pasear a Costa Rica a finales de diciembre de 1999 con su hija, nuestra amiga de siempre. Nosotros les teníamos montada una agenda cargadísima capaz de agotar y desgastar al más valiente, pero don Coné se apuntó a todo como el más joven de los jóvenes. Fuimos a las corridas de toros de Zapote, y aunque casi nos congelamos del frío salimos del redondel pasada la media noche. Fuimos al teleférico del Braulio Carrillo, caminamos por la Avenida Central, recorrimos tiendas, visitamos parques, y como si fuera poco, el 31 de diciembre de 1999, como para despedir el siglo, fuimos a los rápidos del Pacuare.

Don Coné parecía un niño de lo feliz que estaba, sentado sobre una balsa inflable, con chaleco, casco y remo en mano. Pareció no importarle el peligro que enfrentamos con las correntadas y las gigantes piedras. Se lanzó a flotar al agua en la parte calma del río y remó sin piedad como todos nosotros. Esa noche, como si fuera poco, fuimos a pasar el cierre del año en la Plaza de la Cultura, y luego fuimos a la casa de un amigo a seguir la fiesta.

Fue intensísimo ese viaje. Fue de una semana, pero con un itinerario de un mes, porque recuerdo que también fuimos a Herradura de Rivas de Pérez Zeledón. ¿Y cómo hicimos tanto en tan poco tiempo?, pues yo creo que lo que más dormimos en una noche fueron cuatro horas.

Estaban hospedados en mi casa, y una mañana se levantaron más temprano y prepararon todo el desayuno. Cuando me llamaron lo tenían todo servido en la mesa que habían colocado al centro de la cocina para que todos cupiéramos a su alrededor.

Me sirvieron el café y lo comencé a tomar. Me impresionó que estaba demasiado ralo (o sea, con mucha agua), cuando yo sabía que don Eugenio era buen cafetero de cafecito fuerte al igual que yo, pero preferí no decir nada. Conforme avanzaba la plática (porque jamás hemos podido comer callados), me preguntó don Coné: “Guillermo, y cuántas veces se puede usar el chingaste del café?” (Chingaste le dicen ellos a la brosa o bosorola del café).

Casi me ahogo de la risa y no le podía responder. Como en Nicaragua no acostumbran chorrear el café sino que lo hierven, o bien, lo toman instantáneo, don Coné no sabía las normas y técnicas del “chorreo”. De esta forma entendí por qué el café sabía a pura agua caliente. Cuando por fin pude hablar, le expliqué que la brosa (o el chingaste) solo se usa una vez y nada más.

Hace pocas semanas don Coné nos dejó. Ojalá le tengan buen cafecito allá donde él está.

¿Vaquerequétchu??


Por fin en Semana Santa del 2002 cumplía el sueño de conocer Bocas del Toro, ese infinito archipiélago en el Caribe de Panamá, por demás está decir que es un paraíso.

Atacados por el hambre, siempre al asecho, nos fuimos a cenar al restaurante Le Pirate, conocido como El Pirata. Un restaurancito pequeño de madera construido sobre las cristalinas aguas del mar, con permanente música caribeña.

Cuando por fin logramos pedir la comida que queríamos la joven que nos atiende nos advierte que no hay para todos, que solo hay pollo para cuatro personas y no para cinco. Le pregunto que si no hay problema en traer comida de afuera para una persona y me dice que no.

Inmediatamente salgo y al frente me encuentro una venta de comidas pequeñita, un ranchito de latas de esos que se les abre una ventana por la que lo atienden a uno. Adentro, entre nubes de humo y olor a aceite caliente, había una señorona negra cocinando afanosamente. Pomposa la señora, pechugona, nalgona y con unos brazotes de levantapesas. Le pido que por favor me aliste un pollo frito para llevar, lo que inmediatamente hace sin decir palabra ni levantar mirada.

Mecánicamente lo prepara, lo echa en una bolsa y se voltea y me pregunta con esa voz intensa, aguda y chillona que caracteriza a las negras de este lugar: "¿Vaquerequétchu??..." Estoy convencido de que en Bocas han simplificado el español al máximo y le quitan cuanta consonante y vocal pueden a todas las palabras, además de que las pronuncian seguidas sin separación alguna. Como era de esperar no le entendí, y como siempre respondí con la misma pregunta: "Ah???..." Sin mayor inmutación la señorona negra me vuelve a decir la misma frase: "¿Vaquerequétchu??", ante lo cual, sintiéndome como tonto le digo: "¿Perdone???..."

Ya más impaciente y presurosa la señora me dice insistentemente con un tono aún más enérgico y agudo: "Ketchu, ketchu!!!!!!!!!! que si vaquerequétchu!!!!!!!!!!!", a la vez que levantaba y movía una botella de Ketchup Maggi. "Ahhhh, sí sí, está bien" le dije yo, una vez que entendí que se trataba de una salsa de tomate.

He vuelto a Bocas ya dos veces, y por más que lo intento, ante cualquier pregunta de un bocatoreño siempre me toca responder: "¿Ah???..., ¿Perdone?..., ¿Cómo dice? ..." Voy a tener que seguir yendo más seguido para aprender bien ese español.

You want one?


Después de una espantosa travesía en una lanchita sobre un mar bravísimo, sin salvavidas y con el corazón en la mano por el susto, estábamos por fin en Little Corn Island (La Pequeña Isla del Maíz), de veras una pequeña isla a 40 minutos en lancha desde Corn Island (La Isla del Maíz). Dos pedazos de tierra olvidados en el Caribe Nicaragüense a 80 kilómetros de Bluefields, el principal puerto del Atlántico Sur, dos pequeños paraísos extraviados en la inmensidad del mar.

Después de acomodar nuestras maletas en el dormitorio casero que conseguimos, salimos a contemplar la pequeña playa de arenas blancas que estaba en frente nuestro. Como por arte de magia apareció un grupito de niños que sin disimulo nos miraban con esas miradas que desnudan. Al inicio casi ninguno hablaba pero estaban ahí con nosotros. Hasta que una niña negra asumió el interrogatorio de rigor: "¿Cómo se llaman?, ¿De dónde vienen?, ¿Y ustedes son novios?" (la pregunta que al parecer todos quieren emitir en ese lugar cuando miran a un hombre y una mujer viajando juntos pero que no parecen pareja), "¿Entonces son solo amigos?" (condición al parecer inaceptable en estas tierras).

"¡Ay hablen hablen!!!!!!! es que ustedes hablan como los de la tele", nos dijo con insistencia otra niña. En estas islas no se habla español como primera lengua y en Little Corn Island se mira tele y se escucha música a todo volumen de 6 pm a 11 pm, únicas horas en las que cuentan con electricidad.

Para variar yo quería abrir un paquete de galletas que me moría de ganas de comer. Lo saqué, lo abrí, y mostrándolo a la niña entrevistadora le dije: "Do you like it?" (dado que en estas islas el primer idioma es el inglés, el segundo es el miskito y el tercero es el español según me habían explicado).

Ella se me quedó viendo, con cara de seria y me dijo: "¿Queeeeé???" Más pausadamente le dije: "Do - you - like it ???".

"No te entiendo nada!!!!!!!!!!"
me respondió con determinación. "Entonces ¿cómo se dice?" le pregunté yo. "You want one??" me dijo, lo cual me extrañó montones. Y mientras masticaba la galleta que ya había tomado del paquete me dijo en perfecto español nica: "Sabe qué, mejor habláme como voj hablás, porque no te entiendo nada!!!!!!"

Bélfica


Nos dio por hacer caminatas en la montaña y esa vez fuimos al Cerro Dantas, finca que limita con el Parque Nacional Braulio Carrillo. No fue mucho. Dejamos los carros en el Monte de La Cruz y de ahí empezamos a subir. Cuatro de nosotros en bicicleta y los demás caminando.

Poco a poco el bosque se fue cerrando y la selva se fue imponiendo, hasta que llegamos a un punto donde las bicicletas no podían continuar, y ahí era donde estaba él. Reunía todas las condiciones de lo que popularmente se entiende por "un viejillo". Asoleado, sudorozo, desaliñado y descalzo, con los ruedos de los pantalones recogidos, dejaba mostrar unas patotas que más parecían de gorila que de humano. Estaba picando leña con un hacha en un claro del bosque que parecía ser una pequeña finca.

Después de saludarlo le preguntamos que si podíamos dejar las bicicletas en la finca para poder continuar caminando. Como era de esperar dijo que sí. Dejó de picar leña y sin disimulo alguno clavó sus ojos pícaros en los cuerpos de las amigas que formaban parte del grupo. Como suele suceder con los "viejillos" en estos lugares, terminamos conversando como los más grandes amigos.

Resultó que era cuidador de esa finca y hasta nos mostró donde dormía: Un camastro en un cuartucho de madera y latas, con las paredes tapizadas con fotos de mujeres semidesnudas recortadas del periódico. Nos dijo que faltaba poco para llegar (siempre dicen que falta poco) y que de ahí "pa dentro es muy lindo pa ir a caminar".

Resultó que también era baquiano, osea, de esos que guían a la gente por la montaña, y como quien muestra su currículum vitae nos dijo: "No no, si yo entrao a esa selva un montón de veces con turistas pa que conozcan. Hasta una vez vinieron unos con unas cámaras así de grandes pa tomarle fotos a una hijueputa catarata que hay ahí dentro como de 1000 metros. Viera que hijueputa catarata es esa. Venían desde Bélfica esos turistas, eso queda ahí por España lejísimos"

No recuerdo cómo se llamaba el viejillo, pero para nosotros se quedó como Bélfica.

Apremiante


Tenía los ojos más azules que jamás haya visto. Era joven, delgada y con la piel muy blanca. Con todas las palabras que tuvo a su alcance, los movimientos de sus manos y las miradas profundas de sus dos ojazos intentaba explicarme con lujo de detalle por qué no podía más con sus dos hijos, un niño y una niña en edades escolares.

Era una de las tantas madres que me correspondía entrevistar como parte de mi trabajo de realizar estudios para valorar el ingreso de niños en riesgo a un albergue temporal.

"Necesito que los internen a los dos en este albergue porque sino yo no sé que va a pasar" me advertía con insistencia y con mucha ansiedad. "Yo ya no puedo más con ellos" me decía. Siguiendo mi protocolo indagué la situación de cada niño, conversé con ella sobre la historia de su vida, y como era de esperar se trataba de una mujer más de las tantas que entrevistaba, que no vivía su vida sino que le sucedía. Era como tantas otras mujeres que les sucedió la vida que llevaban sin poder decir nada, sin poder hacer nada; y en este suceder se hicieron madres sin que nadie les dijera cómo.

Aún así, la situación aún no era tan grave, al menos para mí y para los parámetros que establece la ley en cuanto al internamiento de niños en un albergue. Al finalizar la entrevista le expliqué que el procedimiento que seguía era exponer su caso a un equipo de trabajo que lo valoraría y que entre todos lo decidirían. Previendo que sería un caso denegado, dado que la situación se podía resolver con otras medidas sin recurrir al internamiento, le expliqué con detalle que su caso sería valorado junto con muchos otros más, y que como hay un cupo limitado, el equipo daba prioridad a las situaciones más apremiantes, y que en caso de que fuera denegado, se le iba a orientar sobre otros recursos disponibles.

Y ahí fue donde con mirada firme y como quien dicta una sentencia me dijo: "Mire muchacho, ojalá que la situación de mis chiquitos sea apremiante; es más, yo no sé ni qué es apremiante, pero ojalá que lo sea, porque si no los internan yo no sé qué va a pasar".

Nunca más volví a usar la palabra apremiante en mis entrevistas.





sábado, 16 de septiembre de 2006

Matagalpa, febrero 1995

1994 había sido un año convulso y de muchos cambios. En febrero había renunciado a mi trabajo como dibujante para dedicarme tiempo completo a la carrera de Arquitectura, lo cual consideré como mi prioridad. Luego de varios meses de enfermedad grave de mi papá, murió un sábado 14 de mayo. Semanas después yo estaba realizando un cambio de carrera y así fue como entré a la Escuela de Trabajo Social. ¿De Arquitectura a Trabajo Social?, era la pregunta más común de quienes se atrevían a pronunciarla, y de quienes no, con su mirada lo decían todo. Retorné a trabajar como dibujante por horas y en la segunda mitad del año llevé varios cursos de Ciencias Sociales para ir avanzando y entrar de lleno al primer año de carrera de Trabajo Social en 1995.

Después de tanto desajuste decidí gestionar un mes de voluntariado en Nicaragua con unos amigos que conocía desde 1992. Necesitaba un alto, tomar aire, repensarlo todo, y un voluntariado de corte social no me haría nada malo. Así fue como fui a dar al norte de Matagalpa, en una zona cafetalera muy parecida a las montañas de Heredia o Alajuela.

Así fue como comencé a conocer ese gran país tan olvidado y rechazado aquí en mi país; así comencé a sentir ese gran pueblo tan bello y tan cálido, y a la vez tan odiado y discriminado aquí en mi país. Comencé a conocer la otra Nicaragua, el lugar de origen de los cientos de cientos de nicaragüenses que viven en Costa Rica, y comencé a entender por qué se iban de su país a pesar de ser tan lindo y cálido.

Fueron tantas las vivencias de ese viaje que no acabaría de contarlas en este blog. Viajar a caballo de un pueblo a otro, censar a la población, campañas de vacunación, distribución de medicamentos y demás. Era una organización dedicada a la promoción comunitaria de la salud, y el voluntariado era una buena forma de empezarme a sintonizar con lo que sería mi nueva carrera.

De todo lo vivido en ese viaje por ahora solo quiero hacer mención de una gran mujer cuyas palabras me marcaron para siempre. Doña Joaquina se llamaba y vivía en un pueblito camino adentro, varios kilómetros después del puesto de salud de la organización. De tez morena y expresión firme. Con un rostro curtido por el sol, los años y el sufrimiento; en pocos minutos contaba su dolor y el dolor de su pueblo de la forma más espontánea y natural. No sé si era tan grande y esbelta pero así es como la recuerdo.

"Antes comíamos tres veces al día y dormíamos en camas, ahora solo comemos una vez al día y dormimos sobre tablas, pero por lo menos ya no hay guerra". Como taladro en mi cabeza suenan siempre esas palabras y hago todo el esfuerzo del mundo por no olvidarlas nunca. En minutos doña Joaquina me contó lo que significó vivir en Matagalpa en tiempos de la guerra, y sin saber que sus palabras me destrozaban y asombraban, todo lo contaba con un realismo como si las cosas hubieran pasado ayer, todo lo disparaba como un rifle de ráfaga sin piedad alguna, sin importarle lo que puedan pensar o sentir los demás, todo lo decía con intensidad porque no hay tiempo en el mundo suficiente para desahogar tanto dolor y miseria juntos.

"Esto fue zona de guerra, y el ejército pasaba con camiones diciéndonos que debíamos desplazarnos porque venían los batallones, pero yo nunca me moví de aquí, ni yo ni esta viejita que está aquí conmigo. Las dos nos encerrábamos en un cuartito de latas durante los días que durara el conflicto, ahí las dos solitas encerradas escuchábamos los retumbos de las bombas a todas horas. Por las noches nos asomábamos por las rendijas del rancho y se veía el resplandor de las bombas como relámpagos y se escuchaban como truenos, y por momentos nos poníamos a llorar como dos locas de solo pensar que talvez uno de nuestros hijos habría muerto con una de esas bombas. Yo tuve suerte, a mí nunca me mataron un hijo en la guerra, todos fueron a la guerra pero volvieron vivos, pero aquí en el pueblo se empezaron a morir todos los hombres. Todas las semanas velábamos a uno o dos que volvían muertos, a veces destrozados en ataúdes sellados que no se podían abrir. La guerra es lo peor que le puede pasar a uno, ahora por dicha ya no hay"

Y así fue como doña Joaquina fue mi primer y mejor profesora que me empezó a explicar las dimensiones de una herida tan grande como lo es un conflicto armado. Así empecé a tratar de entender y comenzar a sentir el rostro humano de la guerra, de la maldita guerra. Empecé a entender que lo peor de la guerra no acaba cuando acaban las balas, sino que las secuelas continúan por años y por décadas. Empecé a entender por qué una región tan rica y bella como lo es Matagalpa, tiene tanta pobreza y miseria por todas partes.

"Los gringos pusieron la plata, los hondureños la tierra para las bases militares y los nicas pusimos los muertos", me explicaba de esta forma una gran amiga en Managua para intentar hacerme entender cómo era esto del juego de la guerra en Nicaragua. Y así empecé a ver el otro rostro de la guerra. Ya no desde las noticias frías y resumidas de la tele, o las notas cortas de los diarios, sino desde el dolor de sus víctimas, un dolor que nunca acaba por más que se cuente y diga.

Y me pregunto entonces cómo es posible que el capricho de unos políticos hace que un pueblo sufra tanto hasta por diez años continuos de conflicto armado. ¿Con qué cinismo los malditos gringos bajo el mando de Reagan financiaron esta oprobiosa guerra de hermanos contra hermanos, solo porque un pueblo hastiado de una dictadura represora eligió una forma de gobierno distinta a sus intereses?. ¿Por qué tanto dolor durante tanto tiempo estuvo tan cerca y yo tan siquiera me di cuenta?; y peor aún, por qué los malditos gringos, ahora bajo el mando de Bush siguen haciendo lo mismo en Irak. Afganistán y demás lugares, sembrando tanto terror y dolor humano?...


"¿Qué sos Nicaragua para dolerme tanto?" ...
termina diciendo Gioconda Belli en uno de sus más bellos poemas, y cuando recuerdo a doña Joaquina en Matagalpa entiendo y siento perfectamente esta frase.

¡¡¡¡¡ Que viva el tren !!!!!!!!!!!!


Aún no lo sé y no he encontrado una razón que permita explicármelo, pero me fascina el tren. Me cuentan que mi abuelo materno fue liniero del Ferrocarril al Pacífico (Ferrocarril Eléctrico al Pacífico se llamaba entonces).


Él era de esos señores que andan en el tren haciendo reparaciones, ajustando los cruces de líneas, o bien andaba en un motocar (como decir un tren pequeñito) dando mantenimiento en los rieles o los durmientes. Pero yo tan siquiera conocí a mi abuelo. Cuando nací él tendría cerca de 20 años de haber muerto.

Gracias a ese trabajo de mi abuelo desconocido que murió relativamente joven, mi abuela heredó una pequeña pensión y algunos beneficios como si hubiera sido ex empleada del ferrocarril, tales como ser parte de una cooperativa, participar de un fondo de ahorro y préstamos, y lo más importante para mí, 12 boletos anuales gratis para viajar en tren. Creo que seguro por esto, desde que tengo memoria, todos los años junto con mi familia viajamos a Puntarenas en tren. Mi mamá me cuenta que cuando era niña, a pesar de la pobreza extrema en que creció, su familia viajó religiosamente todos los años a Puntarenas en tren, y que allá frente al mar se hospedaban en unas instalaciones para empleados del ferrocarril.

Seguramente por eso es que mi mamá continuó la tradición con mi familia. ¡En el tren de 6 nos vamos! decía mi mamá, y desde días antes yo no cabía de la alegría de saber que viajaríamos. Había que levantarse demasiado temprano, aún oscuro y con mucho frío para alistarse, y desde primera hora sentía un miedo terrible de solo imaginar que el tren nos podría dejar. Sentía nervios y mucha ansiedad. Llegábamos a la estación del Pacífico, y no sé por qué siempre hacía mucho frío y mucho viento. Yo quería que entráramos corriendo y nos subiéramos al tren ya, porque nos iba a dejar; pero no se podía. Había que hacer fila y esperar que marcaran los boletos especiales. Mientras tanto yo iba a ver dos locomotoras de tren a escala que habían (y todavía hay) en unas cajas de vidrio, o me quedaba ido viendo un escudo dibujado en los mosaicos al centro del piso del salón principal. Por fin llegábamos a un portón de hierro corredizo y el guarda nos indicaba cuáles vagones estaban disponibles. Siempre azules los vagones, algunos de hierro y otros de madera. Con unas franjas horizontales en colores blanco y rojo de manera que formaban la bandera de Costa Rica. Al centro (interrumpiendo las franjas) tenían un cuadro blanco con el nombre en letras azules que decía "FECOSA" (siglas de Ferrocarriles de Costa Rica, S.A.). Años después entendí que eso era porque los dos ferrocarriles (el del Pacífico y el del Atlántico) habían sido adquiridos por el Estado y eran del gobierno, y luego ese nombre fue cambiado por INCOFER (Instituto Costarricense de Ferrocarriles).

Por fin nos subíamos a un vagón, casi siempre con los asientos color rojo. El techo en forma circular como formando un arco forrado en tablillas de madera, y a los lados unos estantes para colocar maletas. Las ventanas se abrían hacia arriba, como una guillotina y era fascinante asomarse por ellas. Al rato colocaban la máquina (así le decimos a la locomotora), la cual era eléctrica y también de color azul. Cuando la enganchaban movía todos los vagones y aumentaba en mí esa mezcla se susto y emoción de saber que el tren estaba por salir.

Por fin sonaba el pitazo del tren a gran volumen y comenzaba a moverse. Ya para ese momento yo tenía contados los vagones. Casi siempre eran 10 ó 12. Para mí eso era simplemente espectacular; ver como esa locomotora lograba halar tanto peso, al inicio muy lentamente, pero luego tomaba impulso. Empezaban a moverse los vagones, a balancearse de un lado a otro, a la vez que los rieles sonaban como tambores a ritmo de música tropical. Me encantaba ver como el tren pasaba primero por las barriadas de la ciudad y ver cómo los carros debían parar para que pasara. Me parecía tan imponente!!!!!!!!!!

El tren no pasaba desapercibido para nadie. Sus pitazos eran estruendosos, las ruedas y rieles hacían ruido como truenos, e incluso, cuando el tren pasa se siente mover la tierra como un temblor. En adelante todo era pura y absoluta felicidad. Los puentes altísimos y sin barandas, los puentes con estructuras de hierro y el tan temido túnel. Conforme avanzaba el viaje todo iba calentando: la emoción y el calor, porque cada vez nos acercábamos más al mar.

Es tanto lo que recuerdo cuando intento escribir sobre el tren, que no todo va a caber aquí. Se me atascan los recuerdos en el alma y en la garganta. Como la primera vez que viajé en tren hasta Limón en el Atlántico.... uy, eso sí que fue emocionante; o las cientos de veces que salí corriendo de la casa de mi tío en Limón dejando lo que fuera solo porque había escuchado el pitazo del tren y yo debía salir a verlo. O las horas de horas que pasaba en la estación mirando los vagones estacionados, esperando que llegara un tren solo por el placer de verlo. Hasta tres y cuatro horas era capaz de esperarlo, solo por la emoción de verlo llegar. O las horas que pasé dibujando trenes, o las horas de horas de horas que pasé jugando con un tren de madera que mi papá me hizo con mucho cariño. ¿Quién pudiera explicarme esta obsesión tan arraigada?, ¿Cuántos más la habrán vivido? (por cierto que conozco a varios que les pasa lo mismo).

Esto me explica en parte algunas cosas que me han pasado ahora más "grandecito" (como dicen los abuelos). Como que cuando entré a la universidad en el año 1992, religiosamente iba dos días a la semana a ver salir el tren que iba de San Pedro para Heredia a las 5 pm; y por esperar que saliera debía correr para no llegar tarde a clases. O el golpe en el pecho que sentí cuando en 1996 anunciaron que el ferrocarril se cerraba, o la nostalgia tan terrible de ver los vagones abandonados en los patios de las estaciones o los rieles de la línea sepultados por el asfalto.

Para un Festival de las Artes (creo que a finales del 2004) habilitaron el tren en un tramo corto porque el festival se hacía en los antiguos talleres del ferrocarril. ¡¡¡Qué emoción más intensa!!!!!! Qué lindo volver a ver ese tren cruzando las calles y pitando imponentemente. Me volví a montar en tren aunque fuera por unos minutos y por más que pase el tiempo no dejo de disfrutarlo con intensidad. Esa vez me pasó algo rarísimo, y fue que cuando entré al salón principal del festival y vi que parte del escenario era una locomotora, sentí unas ganas profundas de llorar. ¿¿¿Por qué??? no sé ni me lo explico aún, pero con solo escribirlo me vuelven las ganas de llorar. Para esa vez habían montado una exposición histórica del ferrocarril y la degusté con todas las ganas del mundo. Me fui a caminar entre los trenes viejos estacionados y casi muero cuando me encontré la locomotora número 145. Mi locomotora eléctrica preferida!!!!!!!!!!!!!!!!!

Dirán ustedes que estoy loco, y puede ser, pero quiero compartir mi locura con otros para ver si así la disfruto más. Hoy, para mi mayor alegría el tren volvió a las calles. Es un tren urbano que ya no va a las playas, pero es el tren a fin de cuentas. Para mi suerte, una de las rutas me sirve para viajar al trabajo y en varias ocasiones he viajado de San Pedro a Plaza Víquez o viceversa. Son solo 20 minutos de viaje, pero son los más intensos y placenteros del día. No tienen idea de la emoción y susto que siento cuando lo veo venir.

Este tren tiene 5 vagones nuevos y uno viejo. Por supuesto que me subo siempre al vagón viejo porque tiene ventanas de guillotina que uno puede abrir y así contemplar mejor el camino. Me gustaría descifrar por qué lo disfruto tanto. Siempre lleva las locomotoras de diesel números 86 y 87, una a cada extremo (mi preferida de diesel es la 85 y tengo muchos años de no verla). Siempre cuando el tren camina luego de que me subo siento ganas de llorar, pero es un sentimiento de mucha alegría. Siempre que me bajo en la última parada en San Pedro me quedo esperando que todos se bajen y que el tren se regrese. Como si se tratara de un viejo amigo, no encuentro cómo bajarme del tren y darle la espalda con indiferencia, así que espero a que se vaya. Cuando eso pasa, es curioso percatarme que no solo yo hago eso, entonces me consuelo.

La vida sobre dos llantas



Una de las cosas que más he disfrutado en este viaje de la vida ha sido la bicicleta. Más que un modo de transportarse, en las condiciones actuales de nuestro mundo, la bici (o la cleta como popularmente le decimos acá), se constituye en una filosofía de vida, en una nueva sensibilidad (y no tan nueva por cierto), en una forma más humana y sensible de movernos.

El motor de la bici somos nosotros mismos (los ciclistas o cleteros), y por tanto nos transportamos sin consumir combustibles y sin contaminar el ambiente; y además estamos mejorando y manteniendo nuestra condición física a la vez que nos desplazamos. Tampoco contaminamos con ruido, como sí sucede con los demás medios de transporte.

Por otra parte, cuando viajamos en bici vivimos con intensidad el camino. Sentimos el viento soplando en nuestra cara o el sol calentando nuestras espaldas. Sudamos, nos agitamos y escuchamos en nuestra cabeza las palpitaciones del corazón. Es como mantener un diálogo permanente con nuestro cuerpo, y conforme más andamos en bici, más conocemos las habilidades de nuestro cuerpo y sus posibilidades de resistencia y movimiento.

Las subidas y bajadas del camino no son más formas topográficas del terreno. En bici, las subidas son todo un desafío, una meta por alcanzar. Se vive en todas sus dimensiones. La primera, cuando la vemos. Valorar si la subiremos o no, empezar a sentir el optimismo de que sí podremos o la sensación derrotista de que no lo lograremos. La segunda es la subida propiamente. Empezar a poner más fuerza en las piernas para impulsar los pedales, ajustar los cambios o marchas para alivianar el esfuerzo, ponerse de pie en los pedales si se torna necesario, balancear el cuerpo conforme sube y baja cada pedal para así aportar más fuerza; y si la subida es muy fuerte o estamos muy cansados, comenzar a zigzaguear. Y por fin, la tercera, que es cuando llegamos arriba. Sentir las palpitaciones aceleradas, la respiración agitada, el cuerpo caliente y sudando; pero ante todo la satisfacción de que sí se pudo. Mirar atrás y ver ahora una bajada pero ya con otros ojos porque es un desafío cumplido.

¿Y las bajadas? Las bajadas en bici son lo más cercano a volar sin despegarse del suelo. No se diga más.

Otra dimensión de andar en bici es el diálogo o intercambio con el medio. Si es por la ciudad la sentimos con toda intensidad. Los autos acelerados y presurosos cuyos conductores parecieran siempre molestos por nuestra presencia en las calles. Los autobuses ruidosos dejando grandes nubes de humo que en el mejor de los casos solo sentimos porque dejamos de respirar, o bien inhalamos porque no nos queda de otra. La gente por las aceras o cruzando las calles, los tráiler y camiones lanzándonos a las cunetas porque imponen su espaciosa presencia, las peripecias que hacemos para no quedar estancados en los embotellamientos o presas pasando por las orillas a la derecha de la vía, o entre dos filas de automóviles ansiosos por avanzar, o al puro centro de la vía sintiendo de cerca los autos que vienen en dirección contraria. En definitiva andar en bici por la ciudad es como surfear sobre este mar convulso de concreto y autos.

Pero está la otra gran experiencia: cletear por la montaña. Sentir el camino de lastre o de tierra con todas sus formas y texturas. Sentir la sombra de los árboles, escuchar los pájaros y disfrutar de este silencio ruidoso propio de los bosques tropicales. Pasar por riachuelos, o por charcos y barreales y sentir el agua mojando nuestra espalda. Pasar por el barro y sentir que la bicicleta se estanca y tener que caminar llevándola en la espalda. Llegar a lugares altos y quedar extasiados mirando el paisaje que se impone ante nuestros ojos. Es como un premio al esfuerzo, es sentir que todo lo cleteado ha valido la pena con tal de disfrutar tanta belleza.

Y por último están los otros, los demás cleteros y cleteras (aunque son pocas las cleteras), hermanos y hermanas todos por definición, por el solo hecho se estar sobre una bicicleta. Casi nunca sabremos cómo es este otro
fuera de este mundo cletero. Si es rico o pobre, si bueno o malo, si amigo o enemigo, si humilde o arrogante; lo cierto es que si se trata de un cletero es un hermano, es un "igual a mí" y por tanto siempre estaremos atentos a socorrernos mutuamente. Puede ser una llanta pinchada, una pieza dañada, un problema de salud, o falta de agua, dulces o galletas. Todos los cleteros sabemos que no andamos solos, y aunque tratemos de andar preparados para cualquier eventualidad, contamos con el apoyo solidario de los demás, porque cuando vemos un cletero en necesidad tenemos claro que en él vemos parte de nosotros mismos.

Creo que ya sé por qué me gusta tanto la vida sobre dos llantas, se me parece demasiado a este viaje que llaman vida, y en ambos casos lo disfruto mucho.

viernes, 15 de septiembre de 2006